jueves, 19 de mayo de 2011

Ellas siempre tienen la razón (Una verdad)

Eugenio sospechaba que su mujer lo engañaba con otro hombre. Esto no era una sospecha infundada. Era casi una certeza, consecuencia de signos, señales, guiños, que él creía haber visto en su esposa.

Bueno, tampoco era una certeza, pero sí era el móvil suficiente como para faltar a su trabajo y tomarse el día para seguirla.

Así fue, fingió salir de casa para el trabajo, se sentó en el bar de enfrente, y desde la ventana pegada a su mesa, fijó la vista en su casa, y no la quitó hasta que su esposa salió por ella.

Su esposa salió vestida como para ir al gimnasio; calzas, zapatillas deportivas, una camperita muy sencilla, y un bolso y una botella de agua en las manos.

Cuando él la vio salir, le hizo una seña al mozo de que dejaba la plata en la mesa, y salió casi corriendo a la calle.

Tomo la precaución de no acercarse a ella a no más de veinte, treinta metro. No quería correr el riesgo de que su esposa sintiera que la estaban siguiendo, y al voltear lo encontrase a él en esa situación tan patética.

¿Quién era el que estaba en una situación patética? ¿El o ella? ¿Era correcto seguir a su esposa como si fuese un delincuente al que están investigando? ¿Estaba haciendo lo correcto? Quizás era mejor no destapar la olla, y no encontrarse con la verdad, y seguir viviendo como hasta ahora.

Todo eso lo pensó Eugenio mientras seguía a su esposa. Dudó de lo que estaba haciendo. Dudó de él mismo. Se sintió como una basura al no poder confiar en su amada, la madre de sus hijos. Pero en ningún momento, cedió su paso para dejar de espiarla. Algo lo impulsaba.

A las pocas cuadras, Ester, su esposa, se metió en el gimnasio. Uno de esos nuevos mega centros deportivos, modernos, donde se concentran decenas de actividades.

Allí sí Eugenio dudó de cómo actuar: ¿Tendría que entrar al gimnasio o no? ¿No era, acaso una zona peligrosa a ser descubierto? ¿Y si ella lo engañaba allí dentro?

Aprovechando la cantidad de actividades y pisos que el lugar tenía, se inmiscuyó entre los salones, y por fin, logró dar con una suerte de vidriera, desde donde podía ver a su mujer sin ser descubierto.

Durante unos quince minutos vio como su mujer pasaba de un aparato a otro, hacía fuerza, y transpiraba su cuerpo ajustado por esa poca y audaz vestimenta.

La vio hermosa. Descubrió en ella una sensualidad y una figura que desde hacía años creía haber olvidado.

¿Qué le pasaba? ¿Había descuidado a su esposa? ¿Había perdido el apetito sexual por ella?

De inmediato pensó en Natalia, su secretaria de veinte años. Esa jovencita que desde que había llegado a la empresa, lo volvía loco con sus curvas y su inocencia. Pero a quien, sin embargo, jamás se había animado a insinuarse.

De pronto, cuando estaba perdido en sus pensamientos, vio como un hombre de unos treinta años se acercó a su esposa y la saludó con un beso en la mejilla.

Ese beso lo alertó, lo enfureció. Sobre todo, porque, como si fuese el zoom de una videocámara, su vista se posó en la mano del joven, que envolvía en con fuerza y suavidad la cintura de su esposa.

Quiso atravesar aquel vidrio medio empañado que lo separaba de su amada, y saltar sobre el joven, a quien golpearía hasta matar con una mancuerna de un kilo.

No lo hizo. Prefirió dejarse convencer por su intelecto, y aceptar que ese, no era un motivo suficiente como para confirmar un engaño.

Mientras seguía mirando como Ester y ese joven charlaban, comenzó a sentir calor y deseos de desnudarse.

¿Qué le pasaba? ¿Eran los nervios? ¿Los celos? ¿Los años? No lo sabía. Pero sintió que esa situación no le estaba haciendo bien a su cuerpo, y que si no salía de allí de inmediato, iba a morirse.

Recién cuando quiso salir, se dio cuenta de que esa habitación con el virio empañado, era nada más y nada menos que un sauna. Un baño turco. Una acumulación de hombres desnudos y transpirados, tapados apenas con una toalla que lo miraban y le decían que se sacara la ropa, que se iba a cocinar.

- Che, flaco ¿Te pasa algo? Hace como quince minutos que te estamos hablando.

Eugenio los miró, con la mirada perdida. Desorientado.

- ¿Eh?

- Que si te pasa algo. Porque hace quince minutos que estás pegado al vidrio.

- No. No. Quiero salir.

Los tipos se miraron entre ellos y se rieron. El mismo que le había hablado, volvió a hablarle.

- Esto no se abre, hermano. Hasta que no termine la sesión no se puede abrir la puerta.

Eugenio se sorprendió. Más que sorprenderse, se asustó, se sintió morir.

- ¿Cómo que esto no se abre?

- No, maestro. No se abre. Tenés que esperar a que termine el turno. Yo que vos me pongo en pelotas y…

Eugenio no lo escuchó más. Creyó perder el conocimiento. Su mirada y su alma se fueron junto a su esposa, que del otro lado del vidrio, se retiraba del gimnasio de la mano del aquel joven musculoso con quien charlaba. Se desesperó.

- ¡Déjenme salir! ¡Quiero salir! ¡No me puedo quedar acá!

Los demás tipos del sauna, desnudos y transpirados se abalanzaron sobre él, que intentaba abrir a los tirones y a las patada.

- Pará, flaco. Que vas a romper todo.

- ¡Necesito salir! ¡Tiene que haber una forma, una alarma! ¿Qué pasa si alguien se descompone acá dentro?

- Tranquilo, tranquilo, hay un timbre. Ahora llamamos al encargado. Calmate.

El tipo tocó un timbre que estaba al lado de la puerta y volvió a pedirle a Eugenio que se calmara. Eugenio lo intentó, pero no lo logró. Cada segundo que pasaba allí dentro, rodeado de hombres desnudos y transpirados, muerto de calor, lo desesperaba más y más. Sentía que Ester podía estar alejándose cada vez más. No solo sentimentalmente, sino, físicamente, puesto que era factible que en ese preciso momento ella estuviese subiéndose al coche de ese joven musculoso, o entrando a su departamento.

Pasaron unos cuantos segundos más, que no llegaron a un minuto. Sin embargo, Eugenio los sintió como una eternidad, en la que no cesó de tocar el timbre que le otorgaría su salida.

Finalmente llegó su Moisés, que con la fuerza de los cielos abrió la puerta que le dio la salida hacia la verdad, hacia la raíz misma de su aventura como espía.

Eugenio salió corriendo del lugar empapado en sudor y en ansias, hecho una bola de nervios, y no escuchó ni una sola palabra de lo que le dijo el encargado.

En unos pocos pasos llegó a la calle, y con la vista agudizada por la adrenalina, buscó a su mujer y al ladrón de su felicidad.

De pronto los vio. Ambos se subían a un auto y se reían.

Antes de que pudieran arrancar, Eugenio paró un taxi, y le dijo que recién arrancara cuando vea arrancar el otro auto. El taxista hizo exactamente lo que él le dijo. Cuando el auto que llevaba a su esposa arrancó, el taxi comenzó a andar detrás.

A las pocas cuadras, el auto de Ester y el joven musculoso frenó, y el taxi que llevaba a Eugenio frenó detrás, a media cuadra.

Solo recién cuando su esposa y el joven bajaron, él le pagó al taxista y se bajó.

- Gracias.

Le dijo. Y se escondió detrás de un árbol.

Su esposa y el joven musculoso seguían de la mano, y caminaban en dirección a donde estaba él. Él se asustó, no supo qué hacer, temió que lo descubriesen.

¿Pero, por qué temía ser descubierto? ¿Por qué sentía vergüenza de hacer lo que estaba haciendo? ¿Acaso no era ella, su esposa la que debía temer ser descubierta?

Pensar todo eso lo envalentonó, y tuvo el impulso de saltar de atrás del árbol y aparecerse antes ellos. Pero cuando lo pensó bien, comprendió que era mejor agarrarlos con las manos en la masa. Las manos aun más en la masa.

Pocos metros antes de pasar por el árbol donde él se escondía, Ester y el joven musculoso cruzaron hacia la vereda de enfrente, y se dirigieron hacia un albergue transitorio que Eugenio no había visto.

Esa fue la señal. Esa era la certeza que había estado buscando. Esa era la verdad a la que lo habían conducido su instinto y su Moisés ocasional: Ella lo engañaba. Ella se acostaba con otro hombre. Ella, ya no era ella. Ella era otra persona, era una persona que lo lastimaba.

Preso de una fiebre de ira, se fue encima de ellos, cruzando la calle como un perro rabioso.

- ¡Ester!

Alcanzó a gritarle, antes de que esta se metiera en el hotel.

- ¿Eugenio?- Dijo ella sorprendida- ¿Qué hacés acá?

- ¿Qué hacés vos acá? Me estás cagando

- ¿Vos me estás siguiendo, Eugenio?

- No.

- Sí, me estás siguiendo.

- No, no te estoy siguiendo.

- ¿Entonces cómo sabías que yo estaba acá?

Eugenio no supo qué contestar.

- ¿Qué te dije de confiar?- ella lo retaba como si él fuese un niño de cuatro años- ¿Qué te dije de darle su espacio al otro?

- Pero…

- Pero nada… Vos me estás siguiendo. Y eso está mal. Cada uno tiene que tener su espacio, su lugar.

- Pero…

- Pero nada. Callate y escuchá: vos no sabés respetar al otro. Te crees que te podés meter en su vida.

- Es que yo pensé que…

- No pensaste nada… Carlos y yo estamos entrenando. Él es mi personaltrainer.

- Pero…

- Pero nada, Eugenio. No me respetás. No respetás mi espacio…

- Vos me estás engañando.

- Yo no te estoy engañando nada. Vos me engañás a mí. Vos me decís que no me vas a celar, que vas a confiar y no lo hacés. Eso es engañar. Es prometer en vano… Me hacés ilusionar con un matrimonio perfecto y después lo arruinás.

Ester se puso a llorar. Carlos, el joven musculoso, le acariciaba la espalda para consolarla. Eugenio sintió que se había mandado una macana.

- Ester, perdoname…

- No te perdono nada, Eugenio. Vos me mentiste. Me engañaste. Yo confié en vos y en la primera oportunidad que tenés volvés a lastimarme.

- Pero…

- Además- volvió a interrumpirlo- ¿Qué hacés acá? ¿No deberías estar trabajando?

- Sí, es que…

- No me expliques nada. Sos un mal marido. Porque no solo me mentís a mí, sino que mentís en tu trabajo ¿Qué les dijiste para faltar?

- Nada, que…

- No me contestes, no me importa. Lo que importa acá es que sos un mentiroso, un irresponsable. Porque no solo ponés en riesgo tu pareja, sino que ponés en riesgo tu trabajo.

- Bueno, perdoname, es que pensé que…

- Pensaste mal… Actuaste mal… Realmente no sé si quiero seguir así. Yo no puedo estar con alguien que me engaña y no me respeta.

- Yo no te engaño.

- ¡Sí que lo hacés! Y estoy segura de que hasta me sos infiel con alguien. Porque si desconfiás tanto es porque tenés el culo sucio.

- No, mi amor, yo no te engaño. Solo tengo ojos para vos.

- No sé, no te creo. Vas a tener que hacer mucho para que te perdone.

Eugenio no sabía cómo actuar, no sabía qué decirle. Ella tenía el control de la conversación.

- ¿Sabés qué? Ahora no voy a entrenar nada. Me arruinaste el día… Vamos a casa, que cuando lleguemos vamos a hablar.

Ella comenzó a caminar apurada, bamboleando su cadera de un lado a otro. Él, empezó a correr detrás.

- ¡Ester, por favor, perdoname! ¡Tenés razón! ¡Soy una basura! ¡No te merecés que te haga esto!...

5 comentarios:

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  2. Atrapante el relato! pero por favor corregí el "Destapar la OLLA" que le quita valor!

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  3. Gracias por leerlo y por comentar. Y pido disculpas. Debo admitir que aun hoy soy casi un burro con las faltas de ortografía. Así que, gracias nuevamente, por la corrección.
    Un abrazo grande!

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  4. la representación perfecta de que la yegua siempre esta con el buenudo. mejorando cada vez mas tu capacidad de introducirnos y hacernos cómplices en la lectura.

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  5. Jajaj Gracias anónimo. Me hiciste reír. El buenudo también tiene su culpa: si no fuese tan buenudo, ella no sería tan yegua. Allá ellos...

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