jueves, 24 de septiembre de 2009

Adelita Guzmán tiene manos de suspiro

Aquella tarde, como cada tarde a las siete de la tarde; Adelita Guzmán abandonó provisoriamente la cama del hospital donde estaba internada y se abrió camino entre los pasillos del mismo en busca de la calle. Una vez allí, caminó deprisa veinte cuadras salvajes y llegó por fin y a horario a su trabajo, la salita de primeros auxilios donde hacía lo que le hacían durante el día mientras estaba en la cama, y donde habría de toparse conmigo y mis heridas, dejándome un sabor amargo en el alma, e impactándome para el resto de mí vida.
Yo había sufrido un accidente automovilístico que mas allá de unos pocos moretones, no me había hecho nada, no obstante había acabado en aquel nosocomio mas para recibir los mimos curativos de quien cada vez me mimaba menos, que para ser atendido por los golpes y rasguños. De manera que cuando llego mi turno de ser atendido, e ingresó al consultorio con paso raudo aquella anciana andina con piel de cerro y aura de infortunio, comprendí que mi farsa de sobreviviente de guerra debía ser dejada de lado.
- Me Dijeron que tengo pasarte alcohol en las heridas-, me dijo agitada, mientras luchaba por meterse dentro de un mugroso delantal de enfermero. –Si- le respondí yo, viendo como se aferraba a una camilla, sosteniéndose para mantenerse de pie y así poder respirar. Le ofrecí mí ayuda. - No gracias m’hijo, ya se me va a pasar- gimió, y se sentó en una silla que Mercedes le estaba acercando.
Quedamos en silencio durante un rato. Del otro lado del muro, en la sala de espera, podía escucharse alguna que otra persona toser, o alguna charla casi en secreto. En tanto que nosotros, nos mirábamos perplejos, sin comprender muy bien el estado de esa persona que parecía dormida, desplomada sobre la silla metálica. Así que, cuando el silencio aumentaba la incertidumbre y la incertidumbre volvía más denso el silencio, y entonces era ya inminente y necesario decir algo, quien dijo algo fue quien nosotros creíamos que no iba a decir nada, disipando el mutismo y cambiando la incertidumbre por tristeza, contándonos su historia de esfuerzo y miseria, enseñándome que a veces, lo mas insignificante liviano para mi, puede ser quizás lo mas pesado del mundo para otros.
Por mi parte, yo llevaba algunos meses advirtiendo con dolor que mi relación de pareja era cada vez menos pareja, y que la balanza de las concesiones que mantenían respirando artificialmente a un amor en estado vegetativo, se inclinaba cada día con más pesadez sobre mi lado; por eso, como último intento de obtener lo que no me daban, mi costado mas aniñado había optado por resguardarse y buscar calor en la clemencia, pretendiendo esconder el gélido y muy muerto cadáver de su desinterés.
Así fue entonces que Adelita Guzmán nos contó su historia. Tenía poco más de seis décadas en esta tierra, siete hijos sin padre, y una nieta soltera de catorce años con un hijo por nacer. Desde que era pequeña, y antes que pudiera aprender a jugar, Adelita tuvo que aprender a trabajar y a fregar mugre, pues era la mayor de ocho hermanos y la más apta para el trabajo en una necesitada familia del Norte de la Argentina, cuyo padre, inaugurando una estirpe de mujeres solas, había abandonado a su mujer en busca de aventuras noctámbulas. Así, pues, una mañana de abril, con dos panes en un bolso, veinte pesos y la mitad de una muda de ropa, una Adelita Guzmán de nueve años se subió a un tren en su pueblo natal y no se movió de su asiento hasta llegar a destino, en Buenos Aires, donde el chofer de una familia adinerada la esperaba y la conduciría, no sólo hasta aquella infinita casona para que empiece a formar parte de la servidumbre, sino también y sobre todo, hacia un destino opaco y tristemente irrevocable .
Ya de adulta, sin madre y con sus hermanos crecidos, no tenía mas de quien ocuparse que de si misma; pero como la costumbre de lo servicial y la soledad pudieron más que su afán de vivir tan sólo por ella, no comprendió justamente que era de sí misma de quien debía ocuparse, y acabó encontrando un marido que se olvidó de ser marido y la dejó luego de unos años solita y con siete niños esperando ser criados.
Desde luego que el tiempo pasó y los hijos crecieron, y algunos abandonaron el hogar materno para escribir su propia historia, en tanto que otros, seguían apenas garabateando frases bajo el mismo techo, contribuyendo a una enmarañada prosa desprolija como un plato de fideos, donde los padres no eran padres y los hijos no eran hijos. Donde no se sabía al fin de cuentas si eran hijos, hijastros, hermanos, sobrinos o primos, etcétera. Donde al fin y al cabo, quien terminaba haciéndose cargo de todo, era La Madre, la única madre, la de siempre; Adelita Guzmán.
De modo que así, sin más, esta vez la tercera no fue la vencida, y el espiral de su vida acababa siempre en lo mismo, pues el destino parecía haberla condenado, y esta vez debía hacerse cargo de su nieta y su bisnieto, aun en reposo en aquel vientre mancebo.
De pronto, en la mitad del relato de su vida, cuando pareció recuperar la respiración, y se la vio mas calmada, Adelita se levantó de la silla en donde descansaba y caminó lentamente hacia un costado, donde se encontraba un botiquín del cual tomaría una botella de alcohol y un paquete de algodón, para continuar su trabajo. Pero cuando intentó agarrar la botella, ésta se resbaló de su mano y se estrelló en el suelo inundando todo de su olor higiénico, causando un estruendo de marejada y campanas, que me retumbó en el medio del pecho como un trueno, y que me pareció aún más inmenso de lo que seguro era.
De inmediato, antes de que yo pudiera reaccionar, mi acompañante corrió hacia ella y la ayudó a recoger los cristales del suelo con una escoba que hasta entonces yo no había visto y que jamás supe de donde la sacó. Esto me aterró, pues pensé con angustia en cuántas cosas que ella hacía yo no tenía bajo control.
Luego, cuando todo estuvo limpio y yo mismo coloqué sobre mi camilla lo necesario para limpiarme las heridas, Adelita tomó un trozo de algodón y me pidió a mi mismo si por favor podía empaparlo con alcohol. De manera que así lo hice y se lo di. Y nuevamente, cuando intentó tomarlo entre sus dedos y pasármelo en las lastimaduras, este acabó en el suelo.
- No lo voy a recoger- me dijo, y repetimos el mismo acto; yo lo empapé de alcohol, y se lo di para que me lo pasara. Pero nuevamente se le cayó. Yo miré a Mercedes que desde hacia rato nos miraba, y con un gesto me dio a entender que le ofrezca ayuda.
Y así lo hice, mas por la costumbre de hacerle caso a Mercedes, que por la iniciativa de ofrecerle ayuda a Adelita, pues había entrado en un estado de ensimismamiento que me había paralizado, un ensimismamiento que era la mezcla de mi situación amorosa y el shock que me provocaba la cruda imagen de Adelita. Pues, como siempre en estas situaciones, el héroe que yo soñaba ser no sabía actuar como tal, y prefería observar inerte desde las sombras en las butacas del estadio, en lugar de plantarse en el escenario y proceder bajo las luces.
No obstante, esta vez Adelita si aceptó mi ayuda, y mientras nos terminaba de contar su historia, nos enseñó sus heridas.
A causa de un problema en sus pulmones, desde hacia mas de un año, se encontraba internada con intermitencias en un hospital despedazado que guardaba (aunque mas deteriorada) la misma fachada que en un comienzo, medio siglo atrás, fruto de un gobierno peronista. Así, entonces, cada tarde, como cada tarde a las siete de la tarde, dejaba su cama de convaleciente gracias a la complicidad de las enfermeras, y se dirigía a trabajar a la salita de primeros exilios que había sido construida para atender a los dolientes que no podían ser atendidos en el viejo nosocomio, cuando este rebalsaba de gente.
Al terminaba su jornada laboral, ingresaba nuevamente al hospital apelando también a la complicidad de las enfermeras del turno noche, quienes sabían que ella, más que nadie, necesitaba trabajar y hacer tamaño esfuerzo, pues debía ayudar y alimentar a su nieta, que por quedarse embarazada, también se había quedado sola, repitiendo la historia y sellando su destino, con la misma salvedad y la misma solución de siempre: Las Manos de Adelita.
- Por favor no se lo diga al doctor- me dijo- que si sabe que estoy internada, no me va dejar trabajar- y continuó contándome lo de su nieta, y confesándome que como el dinero no le alcanzaba, ese día lo había pasado fregando mugre en la casa de una antigua patrona, y que era tanto lo que había trabajado, que en sus manos ya no quedaba fuerza suficiente para sostener aunque sea una pluma, y que por eso se le había caído el algodón, porque lo había sostenido con sus últimos suspiros; y que a demás de las dolencias por el mucho esfuerzo -los brazos me duelen por los pinchazos de los sueros- y nos pidió que le arremanguemos el delantal y nos mostró las punzadas. Dos en cada en brazo, que sangraban apenas como ojos llorando espeso, como las marcas de una cadena que parecía apresarla por siempre, como estigmas de una condena infinita, como las huellas de un firmamento inevitable quizás, quizás, como los mismos cortes que ataron a Cristo.
Finalmente, y tal vez como una constante en estas tierras, las cosas para mi no salieron como esperaba, es decir, salieron al revés; quien debía prestarme atención a mí, terminó atendiendo a Adelita, y quien debía ser curado, acabó curando a quien estaba allí para curarlo. Pues a penas vi aquellos pequeños puntos sangrantes en sus brazos, utilicé los algodones con alcohol que eran para mi, limpiando sus heridas, mientras que ella me miraba como pidiendo perdón, pensando quizás en aquel soplo de huracán que alguna vez bramó en sus manos, en sus primeros años de sirvienta precoz, que barría con problemas y mugres por igual, y que ahora, en sus días de ocaso, no era mas que un suspiro débil, como brisa pálida, que penosamente ya no barría con nada.
En cuanto a mí, o mi relación de pareja, sucedió que al poco tiempo mi compañera tuvo más valor que yo y optó por la eutanasia, desconectando de una vez por todas los cables del respirador de un amor que ya no respiraba hacia rato, por más algodón con alcohol frotado en las heridas, por mas fuerte que se aferrasen las manos.

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