jueves, 24 de septiembre de 2009

Onírico

De pronto, apareció a mi lado, cabizbaja, tiesa. Ajena y lejana. Infinita, imponente. La miré a sus ojos verdes y con risa resignada, le dije que hoy como ayer, mis lágrimas traerían su presencia. Ella me miró sin expresión alguna y me preguntó cómo estaba. Yo le dije que estaba sentado y con el culo lleno de arena. Sonrió, pues no había entendido; y me dijo que ya sabía que estaba sentado, y me preguntó que estaba haciendo. Le dije que había venido a ver, como las olas al romper se prendían fuego de un azul eléctrico y siniestro, ajeno a la marea, similar a la sirena enardecida de un patrullero que persigue, trayendo con el áltano un efímero olor a jazmines, y formando un paisaje fantástico junto a la hermana luna, que se veía gigante y naranja, latiendo con taquicardia y llorando por el dolor de una herida piógena causada por una flamante estaca norteña clavada hace mas de treinta años. Creo que por eso, solo algunos, pudimos escuchar sus lamentos ya cansados que decían, que ella, no era de los científicos, sino de los poetas.

A pesar de que no se lo mencioné, esa noche también me senté a llorarla. Me había acurrucado cerca del muelle, pero en la penumbra, en los médanos más retirados, para poder olvidarla, exorcizarme de ella, con la esperanza o el deseo, tal vez, de que el verdadero amor de mi vida, acaricie mí nunca acabando mi plegaria, mi opacidad. Pero sucedió lo habitual; derramé en ella lo que cada noche como esa noche le decía, lo que siempre quise pero nunca pude decirle. Y ella, rascando donde me picaba, endulzó mis oídos con lo que nunca dijo ni tampoco diría.

Ella era una adolescente de cabellos de sol y ojos de agua, pero unas aguas (pude comprobarlo con el tiempo) como de un mar absorbente y traicionero. Pues su rostro, crédulo, impávido, era el vivo retrato de un ardiente e iluminado desierto, donde sus ojos, (por más banal que pueda sonar), eran los oasis que yo había buscado sediento toda mi vida. Y su cuerpo, su cuerpo languilíneo y escuálido, escenario perfecto para sus senos de botón. Y sus piernas, la larga y caliente y excitante ruta hacia ese vergel que se escondía, esa noche, debajo de un vestido blanco. Así que, vertiginoso, y sufriendo una adictiva polidipsia floral, me volví a sumergir en esa ruta húmeda, como alguna vez en alguna playa. Nos amamos con la ferocidad de la guerra, queriendo lastimar al otro de placer, encontrando el éxtasis en el dolor, y el dolor en la lujuria. Nuestros músculos se tensionaban al extremos, sobrellevando al máximo los esfuerzos para sentirnos cada vez más juntos, mas uno, menos carne, más alma, tanto con, en un punto, ya los cuerpos estaban de más. Queríamos estar cada vez más pegados, necesitábamos sentirnos un solo ser. Pasábamos de la guerra a la paz, a una paz que no encontraba admirándonos, recorriendo la geografía de nuestros rostros con movimientos casi imperceptibles para percatarnos de que, toda esa belleza no tan bella, que no era bella por bella, sino por la subjetividad de las emociones, era real. Intercambiamos más de un gemido animal y primitivo llenando ese sordo silencio que logramos percibir y escuchar de ese mudo barullo a mar que nos protegía de ser advertidos. Y como si fuéramos saliendo de un gran sopor, poco a poco volvimos a esa falsa realidad, y nuestras almas fueron separándose, para volver, cada una, a su cuerpo, dejando una sensación de cansancio y vacío que provocaba tristeza.

Hablamos durante un rato. Me preguntó porque había desistido en la empresa de conquistarla. Y yo, sin poder mentirle para conservar mi orgullo, le dije, casi sin pensarlo, que por miedo a fracasar. Ella, en pose de maestra, sonriendo con actitud pedante para ocultar su natural e insoportable inseguridad, repuso diciendo que la larva no tropieza porque se arrastra. En un principio no entendí, pero medité durante unos segundos y caí en la cuenta de que con ella, no solo me había arrastrado siempre, sino que también, había fracasado hasta queriendo olvidarla. La miré fijo, como si quizás pudiera llegar a decir algo importante o determinante, quizás que estaba cansado de arrastrarme, de soñarla, de que por más me doliera arrastrarme, más me dolía resignarme a olvidarla. No le dije nada, y en su lugar murmuré, murmuré, más haciendo una reflexión que diciéndoselo a ella, largué entre dientes; la velocidad con la que llegaste me asombra, de Buenos Aires a Santa Teresita, solo, en lo que tarda en caer una lágrima. Pero justo cuando estaba a punto de decir algo más, no muy importante seguro, algo para solo decir, sentí una mano familiar, pero hasta entonces desconocida que acariciaba mi nuca, y una voz apacible, melar, tierna, añorada, pero también desconocida, que me consolaba.
Allí fue que vi por última vez el rostro ya desdibujado, desvanecido, desapareciendo, de la culpable de mi plegaria. Y abrí los ojos y levante mi cabeza que reposaba en mis brazos amarrados a mis rodillas desde que me había sentado en aquel sitio, y la vi, temblorosa, eterna, acariciando mi nuca para siempre. Admiré sus ojos celestes y diáfanos mirándome como quien encuentra algo anhelado tuda su vida. Recuerdo que recorrió mi rostro con ternura maternal, con sus manos suaves, y me dijo; tiré una piedra al mar, soñando y pidiendo un deseo, y apareciste vos. Bien venido amor de mi vida. La miré sin entender muy bien sus palabras, y cuando miré perplejo a mí alrededor, no encontré ni el muelle ni nada, y comprobé que ya no estaba en los médanos. Recién allí pude comprobar el poder de los sueños.

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