lunes, 4 de julio de 2011

Piropo que nunca digas

El plan de Martín era el siguiente: terminar de jugar al metegól, destapar una cerveza, y quedarse sentado en la puerta de aquel maxikiosco en el que se sentaba cada tarde, y cada noche, con sus amigos. Desde que tenían quince años.

El partido, sin molinetes ni goles de arqueros, había salido cinco a cuatro a favor suyo y de Carlitos, su imbatible compañero.

Estaban excitados. Martín y Carlos, porque habían salido victoriosos, y Lucho y Pablo, porque se contagiaban. Porque festejaban seguir teniendo los mismos amigos, los mismos partidos, las mismas cargadas, y las mismas cervezas del pico, que tenían hacía tanto. Pese a que ya, rondaban los veintitantos. Casi treinta.

Toda la excitación y algarabía de ese ritual vespertino, aumentaba cada vez que veían pasar una mina por la puerta del kiosco. Siempre les decían algo, las invitaban a sumarse, aunque nunca, ninguna, aceptó el convite.

A Marcela la vieron venir a media cuadra, allá doblando la esquina, por la puerta de la ferretería.

Nunca la habían visto por la cuadra. Ni ellos, ni los muchachos de cada negocio que llenaba la calle.

Nadie le dijo nada. Nadie tuvo coraje. Quien sí le dijo, tomando valor y creyéndose un héroe ante sus amigos, fue Martín, que no sospechaba ni un poco lo mucho que ese piropo habría de cambiarle la vida.

- ¡Hola, preciosa!- dijo cuando la tuvo enfrente, sabiendo que ella, no le daría pelota.

Ella, como él suponía, siguió caminando. Altiva, mirando hacia delante, desentendida.

Como los amigos le festejaron el piropo, Martín subió la apuesta, y esbozó otra frase, la que lo condenaría.

- No me ignores belleza. Que si sacás turno en el registro civil, mañana mismo nos casamos.

Ante esta frase, Marcela tampoco se detuvo. Siguió con su paso, y se perdió en la distancia, meneando su cadera al ritmo de una melodía tácita y perfecta, como la de un encantador de serpientes, que conquista y embruja.

Nadie, nunca, se imaginó que Marcela volvería, para reclamar lo que le correspondía.

Los días pasaron. Martín se olvido de aquella rubia a la que le piropeó hasta el alma, y se entretuvo piropeando a otras. A unas cuántas otras.

Exactamente una semana después de aquel efímero encuentro, Marcela apareció en el kiosco. Esta vez, caminando decidida hacía Martín y sus amigos, que disputaban otro partidito, mientras empinaban otra cerveza.

- Vamos- apuró ella.

- ¿Perdón?- se sorprendió nuestro protagonista.

- Que vayamos a casarnos. Ya nos toca el turno en el registro.

Martín se rió, nervioso, buscando apoyo en sus amigos.

- Mirá, flaca. No te conozco. No sé de qué hablás. Te debés estar confundiendo.

- No, no me confundo; hace una semana pasé caminando por acá y vos me dijiste que si sacaba turno para casarnos, te casabas conmigo.

Martín volvió a reírse, esta vez más nervioso. Casi temeroso, sintiéndose sin salida. Atrapado.

- Perdoname, pero no… A ver ¿Cómo te explico? Lo que dije, lo dije en forma figurada. Fue una forma exagerada de decir un piropo. Una figura poética, digamos.

- ¿Querés decir que era mentira? ¿Era una broma?

Marcela se puso mal. Palideció. Soltó unas lágrimas.

- No, no quiero decir eso, pero…

Pero de inmediato reaccionó. Mal.

- ¡¿Entonces qué querés decir, que no te pensás casar conmigo?!

- Tranquila, no te exasperes. Podemos arreglarlo de otra manera…

De pronto, aparecieron en el kiosco cinco hombres. Vestidos de traje. Con muy mala cara, y bastante grandotes, por cierto.

Uno de ellos lo apuró a Martín.

- Pibe ¿Por qué llora la nena?

- Señor, yo…

No pudo decir nada. Fue Marcela quien acaparó el habla.

- ¡Porque me dijo que íbamos a casarnos, y ahora se niega!

- ¿Vos le mentiste a la nena, pibe?

- Señor, yo…

El hombre lo interrumpió, y lo tomó del brazo, con fuerza. Mucha fuerza.

- Te venís ahora mismo con nosotros y te casas. Porque sino te la vas a ver fea.

Los cuatro hombres restantes, que hasta ahora no habían interactuado en la escena más que con su presencia temeraria, tomaron a Martín de los brazos, y lo arrastraron hacia un auto.

- A la nena, nadie la desilusiona.

Le dijo uno, mientras le palmeaba la majilla.

Los amigos de Martín, aun paralizados en el metegól, lo vieron desaparecer en el auto. Volvieron a verlo tres años después, cuando Martín volvió a aparecer en el kiosco. Esta vez, con un niño de la mano, y otro, recién nacido, en un cochecito.

- ¡Martín!- le dijeron los tres a coro- ¿Sos vos?

- Soy yo muchachos. Me casé.

- ¿Qué te pasó hermano?

- Me casé. No es tan malo. Cuando puedo miro futbol. Y hoy mi jermu me dejó venir a verlos.

Se abrazaron los cuatro, y lloraron.

Charlaron durante un rato. Se contaron de sus vidas. Hasta que a Martín le sonó el celular.

- Hola mi amor… estoy en el kiosco… Sí, ya sé que te dije que te iba a ayudar a preparar el morfi… ya voy… no te enojes…

Martín cerró el celular, miró a sus amigos, y con un dejo de tristeza, les dijo.

- Bueno, muchachos, es la gorda. Quiere que vaya a darle una mano en la cocina. Nos vemos unos de estos días.

Los muchachos vieron alejarse una vez más a su hermano, otra vez, preso de sus palabras.

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